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la mitad de sus trabajadores sufre algún problema de salud mental

Resumen

Justo al lado de Traumatología, en medio de esa ciudad de la salud llamada Garrahan, hay un depósito convertido en sala de descanso. Reducido espacio donde entran una mesa, dos sillas y una pava eléctrica. La enfermera Mercedes Méndez, sentada […]

la mitad de sus trabajadores sufre algún problema de salud mental


Justo al lado de Traumatología, en medio de esa ciudad de la salud llamada Garrahan, hay un depósito convertido en sala de descanso. Reducido espacio donde entran una mesa, dos sillas y una pava eléctrica. La enfermera Mercedes Méndez, sentada frente a un dibujo infantil, con la cabeza apoyada en una de sus manos, mueve maquinalmente la bombilla de un mate lavado: “Este hospital es mi vida, es mi orgullo”.

A dos meses de que se profundizara el conflicto tras el reclamo de sueldos y condiciones laborales de todo el personal (incluidos los jefes y jefas de servicios, inédito hasta este año) sumado al paro de residentes por salarios bajos y los ataques del gobierno nacional que tuvo su punto máximo con la masiva marcha del último jueves en defensa de la salud pública, el desgaste psíquico del personal del principal centro pediátrico del país se agrava día a día. Según un relevamiento de la Comisión de Insalubridad del Garrahan, la mitad de los trabajadores viven bajo tratamiento psiquiátrico. “El 50% estamos medicados contra ataque de pánico o depresión”, grafica Verónica Pietropablo, administrativa, delegada de ATE, de pie junto a Méndez.

El Garrahan por dentro: la mitad de sus trabajadores sufre algún problema de salud mental

Afuera, en los pasillos infinitos y transitados, la pesadez está impregnada en los pasos, en las miradas extraviadas, en la forma de hablar, en la postura. Pero esa carga se disimula por la vorágine de la mañana en un hospital diezmado de recurso humano (en menos de un año renunciaron 220 trabajadores) y sobrecargado de pacientes que no dejan de subir por las rampas, se abarrotan en recepción o ingresan por urgencias. Cada año, atienden 610 mil consultas. Ante la falta de recursos, la demanda en ascenso y la renuncia de personal especializado, en las últimas semanas apelaron a medidas de «reciclaje» como el cierre de salas y la reubicación de pacientes.

Solo cuando aparece una pausa se nota con mayor claridad la expresión ausente del desgaste psíquico y los ojos hinchados del cansancio. Como ahora, en esta peculiar sala de descanso en la que el ruido ambiente son los gritos agudos que llegan desde Traumatología. Aquí, a las diez de la mañana, con la mirada tensa al borde de la irritación, Méndez está teniendo, sin embargo, un buen día. “Porque no me viste ayer”, anticipa. «Ayer» hubo más pacientes de lo normal, internaciones, discusiones, una asamblea y la muerte de una nena que hacía tiempo ella cuidaba. Con el mentón señala el dibujo en la pared: “me lo hizo antes de morir, pobrecita, la queríamos mucho, no había nada que hacer”.

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E. (enfermera que prefiere no dar el nombre) y Pietropablo, la observan. “Vivimos entre la vida y la muerte. Es duro pero es parte de nuestra especialidad, nuestra vocación”, aclara E.

“El tema –interrumpe Méndez– es que prendés la tele y te están insultando, entrás en las redes y te putean, caminás por la calle y tenés que dar explicaciones de cuánto ganas.  ¿Por qué tengo que dar a conocer mi sueldo? Llevo más de 30 años trabajando y hoy no me podría jubilar porque no llego a la canasta básica”.

El Garrahan por dentro: la mitad de sus trabajadores sufre algún problema de salud mental

Foto: Pedro Pérez

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El Garrahan y la deshumanización

Con salarios bajos, renuncias y demanda creciente, el personal del Garrahan suma tareas: hablar con la prensa, pensar estrategias comunicacionales, contener a colegas desbordados y seguir haciendo docencia gratis. Mientras, son acusados de “ñoquis”. Ahora también están obligados a fichar con un sistema biométrico facial que –denuncian– costó mil millones de pesos y ya dejó de funcionar. “No sólo ponemos el dedo sino también la caripela. Si hubieran ñoquis, ya hubiesen saltado. Es humillante”, confiesa Méndez. Pietropablo agrega: “pasamos de reclamar las Malvinas a negociar por Tierra del Fuego”.

La metáfora bélica no es casual. Arrastran secuelas propias de eventos traumáticos: insomnio, ataques de pánico, depresión, trastornos del ánimo. “Las compañeras llegan a los 60 años arrastrándose. Se nos pulveriza el sistema inmune y nos agarran enfermedades por el estrés crónico, como hipertensión y diabetes”, advierte Pietropablo. Pero sobre todo, están particularmente preocupadas por un fantasma que recorre el Garrahan: el de la deshumanización. “Es algo que te va pasando de a poco, no te das cuenta”, sentada, con la mirada en el piso, casi en voz baja, comenta E.

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Foto: Pedro Pérez

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“De repente, no te importa nada. Dejás de darle bolilla a tu familia. Estás ausente. Experimentas la apatía. Todo te resulta indiferente. Hasta el llanto desconsolado de ese nene que estamos escuchando, te dan ganas de cerrarle la puerta con bronca. Entonces, lo lograron: te despersonificaron. No sólo te quitaron las horas extras, sino que te quitaron parte de tu humanidad”.

Con ojos vidriosos Pietropablo explica: “comúnmente eso se llama Síndrome de Burnout, pero acá es más profundo, porque te sacan hasta la experiencia de maternar, te arrancan el vínculo con tu hija, cuando llegás a tu casa, ni al parque la querés sacar”. Hay momentos en que todos lloran: médicos, enfermeros, administrativos. «Nos abrazamos y hacemos terapia entre todos», suma Méndez.

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Foto: Pedro Pérez

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De repente, en la “sala de descanso” se cuela en la conversación el asunto de la culpa. “Yo no siento culpa de hacer paro –remarca Méndez–. Ellos juegan con tu vocación, son perversos, te quieren hacer la cabeza, pero a mí no me da culpa. No, para nada. Cómo me va a dar culpa”.

Es otro aspecto que corroe la estabilidad emocional del personal que muchas veces tienen que explicar a familiares, vecinos y conocidos que no comprenden de temas gremiales y prejuzgan las medidas de fuerza. “Hay compañeras que un día están de acuerdo con el paro, y a la mañana siguiente se echan para atrás. Esa noche, en la casa, les dijeron: ‘cómo vas a perjudicar la atención de un chiquito con cáncer’”, explica Pietropablo. “Yo no tengo la culpa de hacer paro. Estamos trabajando en condiciones terribles y cobramos una miseria. Si no hiciéramos esto, ya habrían cerrado el hospital”, insiste E., como si precisara justificarse.

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Foto: Pedro Pérez

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«Es imposible seguir así»

El Hospital Garrahan ocupa una manzana entera. Desde su inauguración en 1987, fue pensado para el movimiento: una calle central, rampas suaves, dos niveles amplios y estructuras de hormigón que permiten adaptaciones. Sus 121.000 metros cuadrados están conectados por pasillos donde se trasladan familias de todo el país y la región, mayormente de estratos sociales bajos.

En una esquina del complejo, junto a un árbol, una chica se sienta sola frente a un cochecito. Se toma la cabeza con una mano y llora en silencio. Afuera, del otro lado de las rejas, un hombre y una mujer se emocionan y se abrazan mientras su hijo, con unos papeles en la mano que parecen ser resultados médicos, corre las palomas que toman vuelo.

Adentro, en el CAIPO, el centro oncológico del Garrahan, Ignacio Saenz, un cálido pediatra del Soporte Clínico del Paciente Oncológico, se aleja de su trabajo un momento. El hombre de 36 años se coloca una sonrisa amplia en la cara cansada, y con un discurso casi sin fisuras, ensayado, reproduce un mensaje embroncadamente optimista, que va de los sueños a lo colectivo: “Da mucha impotencia lo que decía (Lilia) Lemoine, de que ellos no tienen que pagar nuestro sueño, pero nuestro sueño es curar chicos con cáncer, y yo creo que ese es un sueño colectivo, que va a seguir siendo aunque estemos en pésimas condiciones laborales. Es imposible seguir así, pero uno no se quiere bajar de este sueño”.

Con un sentido estrictamente sólido del deber ser del médico, aclara que, pese al malestar generalizado, “como profesionales, en este oficio, debemos entregarnos, necesitamos entregarnos completamente”.

«Es distópico, es como una pesadilla»

El sector de Emergencia es, naturalmente, uno de los más sensibles. Se ven niños enteramente amarillos por problemas hepáticos. Infantes con recaídas en su tratamiento de quimioterapia. En las habitaciones, enormes y compartidas, descansan uno al lado del otro chiquitos en pañales con enfermedades raras, malformaciones y otras patologías. A los costados de casi todas las camas hay adultos. Una madre deja su mano apoyada en la frente de un niño y mira a través del pasillo.

A pocos metros se abre una puerta y aparece Ana Fustiniana. En este hospital ella fue residente, becaria, asistente y ahora es jefa de Clínicas de Emergencia. Tiene la estampa de doctora que impone respeto con su seriedad. Está glacialmente parada con las manos en los bolsillos de su delantal blanco.

El Garrahan por dentro: la mitad de sus trabajadores sufre algún problema de salud mental

Foto: Pedro Pérez

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“Yo amo este hospital –comienza–. Pero les digo a los más jóvenes que si no dan más, que se vayan; porque se te va la vida en esto. En definitiva, uno tiene que buscar la felicidad. Si no llegás a fin de mes, no podés ni pagar la escuela de tus hijos, trabajás el doble y ni podés verlos… me parece que la balanza es clara”.

“Es mucho compromiso. Tenemos más demanda de la que podemos atender, y el tiempo que disponemos lo tenemos que destinar a ver cómo encaramos este ataque del gobierno. Es distópico, es una pesadilla», añade.

«Antes el hospital era una pasión, ahora es una insana obsesión»

Detrás de Fustiniana, una mujer traslada en un carrito a una nena en posición fetal. Pasa gente corriendo. “¿Irme de acá? Y… es un dilema. Por ahora gana la camiseta. Pero bueno, en algún momento el cuerpo y la cabeza te dicen basta. Antes el hospital era una pasión, ahora se volvió una insana obsesión”.

El Garrahan por dentro: la mitad de sus trabajadores sufre algún problema de salud mental

Josmar Flores Arnéz es un joven especialista en neurointervencionismo. Trabaja en el quirófano, realizando cirugías cerebrales de alta complejidad. El clima de crisis les quitó todo tipo de disfrute, aunque rescata la unión que están construyendo entre colegas: “En la facultad no nos preparan para enfrentar ataques mediáticos de un gobierno ni conflictos gremiales permanentes que afectan lo económico y lo cotidiano. Ya no disfrutamos de nada. Vivimos en tensión constante. No se llega a fin de mes, se va el recurso humano, nos sobrecargamos, se deteriora la atención. Es muy triste todo. Pero al menos logramos mayor unidad. Nos escuchamos, nos abrazamos entre compañeros.”

Tras un recorrido por las zonas más sensibles del Garrahan, Pietropablo sale del ascensor en planta baja, soluciona una urgencia y regresa: “aunque muchos no te lo digan y pongan la mejor cara, estamos todos iguales: tristes y quebrados”.  «

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Piden paro nacional a la CGT

La masiva marcha federal de la salud del jueves dejó en evidencia que no se trata de un conflicto sectorizado ni de un gremio, a pesar de que el gobierno siga hablando de «ñoquis». A tal punto que desde el Garrahan, el símbolo mayor del ajuste en el sector sanitario, reclamaron a la Confederación General del Trabajo que llame a una medida de fuerza. “A la CGT los llamamos porque tienen responsabilidad para la resolución de este conflicto, que llamen a un paro nacional en defensa del Garrahan y la salud pública, que pare con la decisión del gobierno de destruir el hospital. Es necesario de manera urgente. La situación es insostenible», dijo Norma Lezana.



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