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El tiempo desencajado

Resumen

“El tiempo está desencajado”. Hamlet, enuncia esa frase en susurros cuando el espectro de su padre le revela el crimen que desacomodó el reino y le impone la tarea imposible de “ponerlo en su lugar”. No es una frase suelta, […]

El tiempo desencajado


“El tiempo está desencajado”. Hamlet, enuncia esa frase en susurros cuando el espectro de su padre le revela el crimen que desacomodó el reino y le impone la tarea imposible de “ponerlo en su lugar”. No es una frase suelta, es un diagnóstico de época pronunciado en el instante en que la verdad irrumpe y el mundo se descompagina. También hoy el tiempo parece fuera de quicio: en el marco de la disputa mundial entre EEUU y China, el Caribe se militariza con pretensiones disciplinarias sobre el resto del hemisferio mientras una constelación de protestas juveniles y populares recorre de Marruecos a Indonesia y de los Andes al Báltico. La tragedia palestina abre “acuerdos” sobre ruinas sin justicia, la guerra en Ucrania se estabiliza en una temporalidad sin armisticio y Europa atraviesa un ciclo de fatiga política que erosiona su capacidad de fijar agenda, mientras la Argentina, en nombre de la estabilidad, delega jirones de soberanía en una puesta en escena tragicómica.

La militarización del Caribe —con ejercicios y capacidades de despliegue rápido y un discurso de “combate al narcotráfico” que funciona más como coartada que como política integral— no es una anécdota táctica sino una forma de gobierno del desorden internacional: un mensaje hacia Venezuela que, por extensión, condiciona a toda la región. Lo decisivo no es únicamente la presencia material de medios aeronavales y de fuerzas especiales, sino la normalización de un umbral de excepcionalidad jurídica que habilita operaciones de baja trazabilidad política y alta potencia simbólica. En términos regionales, el resultado es un clima de autocensura estratégica: gobiernos que priorizan el resguardo bilateral por sobre la cooperación multilateral, y agendas económicas y tecnológicas que se reordenan bajo presión, justo cuando la disputa por estándares —energía, datos, conectividad— define quién captura valor en la transición en curso.

Sobre ese fondo, la palabra “genocidio” dejó de ser una hipérbole en Palestina para nombrar un proceso de destrucción sistemática de vidas, instituciones y territorio. Los “acuerdos” firmados o anunciados en los últimos meses —alto el fuego parciales, arreglos de reconstrucción, fórmulas de administración transitoria— aparecen como arquitecturas de paz negativa levantadas sobre un desierto humano y urbano: no garantizan verdad ni justicia, no aseguran retornos seguros, no detienen la dinámica de desposesión y castigo colectivo, y consolidan una geografía del encierro que fractura cualquier horizonte de autodeterminación efectiva. La diplomacia, cuando omite el triángulo mínimo de verdad, justicia y reparación, no pacifica: congela el daño y convierte a la ayuda humanitaria en dispositivo de administración del sufrimiento.

El tiempo desencajado

La continuidad de la guerra en Ucrania, por su parte, ha institucionalizado un estado de excepción europeo y una economía de guerra de alcance global. El frente permanece activo en ciclos de ofensivas y repliegues sin punto de capitulación, con tecnologías de dronificación que abaratan la letalidad y encarecen la defensa La temporalidad del conflicto —meses que ya son años— erosiona legitimidades políticas en el “mundo libre”, presiona presupuestos y revela los límites de una arquitectura política pensada para otra era. Francia encadena crisis gubernamentales, recomposiciones sin mayorías estables y un malestar social que ya no se mitiga con rotación de élites. El continente, más amplio, convive con parlamentos fragmentados, coaliciones de geometría variable y una derecha radical con capacidad de veto discursivo aun cuando no gobierne. Esta fragilidad se traduce en menor poder de proyección —normativo, comercial, tecnológico— y en una agenda externa crecientemente reactiva.

En paralelo, emerge un patrón de protesta que, con acento generacional, comparte repertorios y agravios aun cuando la semántica local difiera. En Marruecos, la carestía, el desempleo juvenil y los conflictos sectoriales —en especial en educación— alimentan oleadas intermitentes que combinan huelga, boicot y performatividades digitales. En Serbia, la desconfianza en la integridad electoral y la fatiga con la corrupción reabren la calle como espacio de verificación pública. En Nepal, las restricciones a plataformas y los cortes de internet actúan como chispa de coordinación distribuida y, de manera paradójica, intensifican la politización de la vida móvil. En Filipinas, la conflictividad del transporte (jeepneys) condensa precarización y reformas impopulares. En Bangladesh, el legado de las movilizaciones estudiantiles dejó capacidades organizativas que hoy reaparecen frente a nuevas controversias. En Camerún, la “democracia automática —incluidos apagones selectivos— paso de la indiferencia a la protesta. En Kenia, la revuelta fiscal de la juventud urbana reconfiguró el campo político y dejó una huella de desconfianza estructural. En Madagascar, la combinación de cortes de energía, inflación y erosión de legitimidad institucional empuja estallidos de alta rotación; y en Indonesia, la denuncia de privilegios, opacidad y blindajes normativos de élites cataliza la confluencia entre estudiantado, trabajadores y capas medias precarizadas. El corredor andino replica esta gramática con sus propias inflexiones: Perú sostiene un ciclo de movilizaciones que alterna capital y regiones, organizadas alrededor de demandas de representación efectiva, garantías de derechos y rechazo a la violencia estatal; Ecuador, por su parte, ingresa en un paro nacional prolongado articulado a la retirada de subsidios al combustible y al encarecimiento del transporte, con respuestas crecientemente securitarias.

El tiempo desencajado

Foto: Ernesto Benavides / AFP

El elemento común no es una ideología homogénea sino una ecuación material-moral: inflación y tarifas, acceso desigual a servicios esenciales, percepciones extendidas de corrupción o privilegio institucional, y un régimen de plataformas que habilita coordinación de baja intensidad organizativa y alta intensidad afectiva. La Generación Z aparece como catalizador antes que como sujeto único: trabaja con herramientas meméticas, construye legitimidades horizontales y se mueve en geografías híbridas —la ciudad, el feed, el grupo— donde la velocidad de circulación de encuadres supera la capacidad de respuesta de los aparatos tradicionales. Las élites, en cambio, tienden a leer el fenómeno en clave securitaria o tecnocrática, produciendo un desfasaje entre demandas de fondo (ingresos, servicios, representación) y respuestas en superficie (control, comunicación, marketing), ampliando la brecha de confianza y alimentando nuevos ciclos de movilización.

Argentina se inserta en esta conjunción con una apuesta riesgosa: estabilizar con anclas externas que traen adjuntas condicionalidades explícitas e implícitas. La narrativa del “rescate” —liquidez, compras de moneda, vehículos financieros— tiende a consolidarse como tutelaje económico y geopolítico, a la vez que se renuncia a márgenes de autonomía en foros y cadenas tecnológicas emergentes. La ecuación es conocida: previsibilidad nominal de corto plazo a cambio de dependencia prolongada, modernización declamada con primarización efectiva, y una gestión de la conflictividad que oscila entre la pedagogía del sacrificio y la tercerización del orden.

Lo que articula todas estas escenas es la recomposición entre finanzas, coerción y tecnología. La disputa geopolítica se libra, por tanto, tanto en el territorio como en la percepción: sobre infraestructuras críticas y, a la vez, sobre la atención y la memoria; con sanciones y portaaviones, pero también con algoritmos y apagones informacionales.

“El tiempo está desencajado”, no inaugura una consigna sino un diagnóstico: el tiempo se ha descoyuntado y el reino ya no reconoce su bisagra. Sin promesas ni razones, ese desajuste abre, sin embargo, la hendija de otro nombre del tiempo: el kairós griego, el momento justo y oportuno, una rara coincidencia entre coyuntura y sentido del momento histórico. El desquicio es a la vez la posibilidad de plantear un nuevo orden.



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