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Dinamarca busca reparar el daño hecho a los inuit porque a Trump le apetece Groenlandia

Resumen

A la monarquía danesa le costó asumir que cuando le tocó jugar de imperio lo hizo igual que cualquier otro, brutalmente, llevándose por delante todo lo que fuese o se pareciese a un derecho humano. Pese a haber vivido los […]

Dinamarca busca reparar el daño hecho a los inuit porque a Trump le apetece Groenlandia


A la monarquía danesa le costó asumir que cuando le tocó jugar de imperio lo hizo igual que cualquier otro, brutalmente, llevándose por delante todo lo que fuese o se pareciese a un derecho humano. Pese a haber vivido los últimos cinco años de la Segunda Guerra bajo dominio alemán, y resistir con dignidad, poco después, nada en términos históricos, puso en práctica en la colonia ártica de Groenlandia dos experimentos de genocidio dignos del nazismo. Por uno, se propuso desculturizar a los niños inuit nativos para convertirlos en la avanzada de un “proceso de modernización a la europea”. Por otro, con ayuda de las dos más afamadas organizaciones humanitarias del mundo, impuso la esterilización de las mujeres para evitar la procreación y, así, la sobrevivencia de la población nativa.  

Casi tres décadas después de conocerse los detalles de cómo se ejecutaron los experimentos y confirmarse que en conjunto conforman un acabado plan genocida, el reino de Dinamarca acaba de asumir oficialmente su responsabilidad. Lo hizo por etapas, e incluso después de la Cruz Roja y Save the Children (2010), las entidades que diseñaron los programas. En 2020 la primera ministra Mette Frederiksen expresó su “consternación”. Después, a fines de agosto pasado, pidió perdón desde su despacho de Copenhague. Ahora, al empezar octubre, viajó a Nuuk, la capital isleña, para reiterar in situ el pedido de perdón y con el agregado de que su gobierno creará un modesto fondo (menos de 700 mil dólares) para asistir “individualmente” a las víctimas sobrevivientes.

¿A qué viene esta urgencia por condolerse, con lágrimas y todo, y hasta anunciar la puesta en marcha de una siempre rechazada política de reparación? El cuadro de situación cambió a comienzos de este año, cuando llegado por segunda vez a la Casa Blanca, Donald Trump anunció que entre sus planes imperiales estaba la anexión de Groenlandia. Por las buenas o por las malas. “O por las peores también”, como decía Mario Benedetti en uno de sus cielitos. Es decir, comprando la isla a precio de remate, como lo hizo con Alaska en 1867, o a los balazos, como se apropió en aquellos mismos años de la mitad del territorio de México. La propuesta norteamericana cayó en un mal momento de las relaciones entre el reino y sus antiguos súbditos.

Al principio todo parecía un capricho de niño rico, pero en días nomás el mundo se lo tomó en serio, cuando Trump mandó a Nuuk a su vice, JD Vance. Más desbocado que su jefe, no sólo llegó sin avisar, no amagó siquiera verse con las autoridades locales y descalificó a estas y a las jerarquías danesas, que por los acuerdos de autonomía de 1979 tienen a su cargo la defensa y las relaciones exteriores de la antigua posesión. Los más de dos siglos de colonización y el mal trato posterior dejaron profundas huellas en los inuit, que representan más del 85% de los casi 58.000 habitantes del gigantesco territorio de más de 2 millones de kilómetros cuadrados. Nada cambió hasta 2009, cuando la antigua colonia logró el autogobierno, que contempla la opción de un referéndum de autodeterminación.

Ante un futuro que no se sabe cómo será, la metrópoli trata de aliviar las tensiones. Y abrió los ojos que siempre mantuvo cerrados ante Estados Unidos, su infiel aliado en la OTAN. Durante su mini visita a Nuuk la primera ministra reconoció que la esterilización “ha sido origen de ira para muchos groenlandeses, y naturalmente ha tenido importancia para la forma de percibir a Dinamarca”. Frederiksen insistió en hablar del nuevo mundo de paz e inclusión que se desarrolla en lo que fue la “abusadora” metrópoli con sede en Copenhague. Sin citarlos, sin hablar de los niños desculturizados, sin precisión alguna, habló en general para pedir “perdón por otros capítulos oscuros”.  

Quizás recordando que el acuerdo de 2009 contempla la realización de un referéndum de autodeterminación, y que Estados Unidos puede estar preparando el terreno, el gobierno danés empezó a ver con cuatro ojos las actividades de inteligencia que la CIA desarrolla desde una base espacial del noroeste isleño. Detectó acciones sospechosas y su Servicio de Seguridad e Inteligencia (PET) lo denunció como “intentos de injerencia”. Citados por los noticieros de DR, el servicio público de radiodifusión, los agentes del PET hablaron de “un grupo de trabajo que opera bajo órdenes directas de la Casa Blanca”. El 29 de setiembre el canciller Lars Løkke Rasmussen convocó al embajador de Estados Unidos para “dialogar sobre tales versiones”. Después del encuentro sólo dijo que “somos conscientes de que hay actores extranjeros interesados en Groenlandia”.

Trump, que oye sones de guerra hasta en el más apacible arrullo de una canción de cuna, imagina a Groenlandia como gran sostén en caso de una conflagración con Rusia. Y la isla tiene ya parte de la infraestructura bélica necesaria para pelear en serio. En el noroeste está la Base Espacial Pittufik, que opera como sistema de alerta temprana contra misiles. Además, alberga una base montada en los más calenturientos años de la Guerra Fría. Se llama Camp Century y se dice que los relatos sobre su existencia cautivaron a Trump y exacerbaron su apetencia expansionista. Fue una gran obra de ingeniería secreta, de corta utilidad, construida en 1959 y desactivada en 1967, pero plenamente vigente. Albergó un reactor nuclear y fue redescubierta recientemente por la NASA, que relevó una vasta red de túneles construidos bajo arcos de acero ocultados por los hielos eternos de la isla. 

Haití reclama por la reparación histórica de Francia

Aprovechando la enésima intervención de la ONU en los asuntos internos de su país y su situación geográfica estratégica en este momento en el que Estados Unidos está interesado en desestabilizar a Venezuela, el Consejo Presidencial de Transición (CPT) de Haití volvió a reclamar financiamiento del mundo occidental. “Solos no podemos detener a los violentos”, insistió. Las pandillas ya coparon Puerto Príncipe, la capital, y se extienden a las provincias. El nivel de violencia llevó al Consejo a contratar a una empresa militar privada para ensayar la defensa del territorio. No existen ya ni las noches ni los días silenciosos y el líder pandillero Jimmy (Barbecue) Cherizier avisó que no habrá transición si no se escucha la voz de los suyos.

En este marco, el empresario y líder del CPT Laurent Saint-Cyr recordó que desde 2002 existe un reclamo oficial de resarcimiento a Francia por los daños causados por sus colonos –dueños de plantaciones y del negocio de los esclavos–, un monto que podría suplir toda la asistencia externa. Cuando Saint-Cyr dice esto se refiere especialmente a la ayuda dada por Estados Unidos, que dejó de financiar a las fuerzas de Kenia que llegaron hace un año, ven sin actuar cómo se extiende el terror y, para justificar su inacción, denuncian la supresión del financiamiento norteamericano.
En realidad, lo que les importa a Saint-Cyr y sus pares del CPT es el dinero que podría fluir desde Francia, que lo manejaría el Consejo a piacere, mientras el aportado por EE UU y los amigos pasa por los controles de la ONU.

Apelando a un tono diplomático que no se le conocía, Saint-Cyr insistió en que formula el reclamo por los daños causados por la voracidad colonial, “no por venganza ni animosidad, sino para entablar un diálogo positivo que establezca la verdad histórica”. Ante la vaguedad del haitiano, el presidente Emmanuel Macron propuso la conformación de una comisión mixta para revisar la historia bilateral. “Ya se verá cual será la forma de las reparaciones”, recogió el guante elegantemente.

En 2002, por primera vez, el entonces presidente Jean-Bertrand Aristide, un salesiano y exponente caribeño de la Teología de la Liberación, exigió a la muy democrática Francia que resarciera a Haití con 21.000 millones de dólares que le permitirían al empobrecido país iniciar, al fin, un camino de desarrollo. ¿Por qué la demanda? En 1825 la antigua metrópoli le había arrancado a su ex colonia una cuantiosa “indemnización”, así se la llamó, a cambio del reconocimiento de su independencia. Si el gobierno de los ex esclavos no entraba en razones, la flota francesa ya estaba por allí, a la vuelta de la esquina, merodeando lista para entrar en acción.

Con el pretexto de garantizarle la defensa ante todo enemigo externo, Carlos X, el último de los borbones, reclamó una paga para indemnizar a los esclavistas que habían perdido sus “bienes” con la liberación haitiana de 1804. Frente al bloqueo económico y un inminente bombardeo, las partes firmaron un acuerdo que comprometió a Haití a entregarle a Francia un total de 150 millones de francos. La república caribeña se vio obligada a empeñarse con los bancos franceses. Según un estudio del The New York Times, a lo largo de 70 años terminó pagando 560 millones de dólares, entre 22.000 y 44.000 millones actuales. Para el economista francés Thomas Piketty, Francia debería desembolsar un mínimo de 28.000 millones de dólares.



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